* Por Claudio Iglesias Darriba, integrante de AJUS
Existen miles de agrupamientos de emprendedores y micro empresarios rurales o urbanos, comerciantes o industriales, que contribuyen diariamente al desarrollo de la Argentina como Nación. Por eso el reconocimiento de una marca para la distinción de sus productos o servicios no podía esperar. La Ley 26.355, sancionada en el año 2008, y promovida la Ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, surgió justamente para fomentar el desarrollo de esos innumerables actores anónimos de la economía social y, en consecuencia, representa el primero de los derechos de propiedad intelectual destinados a fortalecer no sólo a su propietario sino además -y principalmente- a toda la sociedad.
A partir del vertiginoso avance de la tecnología, las personas pueden contactarse entre sí a pesar de las distancias, y hacer negocios a menor costo en relación a sus emprendimientos. Este avance posibilita la inclusión social de comunidades aisladas y, en algunos casos, marginales, que suelen ser grandes productoras de creatividad, innovación e ingenio, muchas veces de con origen ancestral. Así es que emergen las “marcas colectivas”, que permiten distinguir la extensa producción de esas comunidades. Su función es, entonces, diferenciar los productos y servicios de los infinitos actores de la economía social en un mercado globalizado, en el que los productos o servicios son similares -e incluso idénticos-, y atraer al público consumidor a favor de los unos o de los otros. Sena sostiene, de manera acertada, que la función de toda ley de marcas es defender al que crea, proteger al que elige y combatir al que copia. Consideramos que la Ley 26.355 cumple con creces con estos tres requisitos.
La experiencia demuestra que los actores de la economía social suelen ser pequeños emprendedores muy limitados a su ámbito geográfico en relación al mercado. Sus productos o servicios difícilmente podrían llegar por sí solos más allá de los límites de su territorio. A su vez, para estas comunidades, posicionar sus marcas en un mercado globalizado requiere de un esfuerzo monumental. Por eso, aún cuando sus productos o servicios suelen ser de muy alta calidad -las artesanías, alimentos orgánicos, vinos o artículos textiles-, no se comercializan en otros mercados y su prestigio suele ser aprovechada por terceros que cuentan con la capacidad económica de producirlos a mayor escala y comercializarlos a mejores precios. Este aumento de valor, generado por la “buena fama” del producto, no es ni más ni menos que el principal efecto económico de una “marca colectiva”. Su principal derivación social será, a su vez, permitir al consumidor que conozca (y reconozca) al agrupamiento titular de la marcas. Y es acá donde la “marca colectiva” cobra toda su importancia para proteger, diferenciar y aumentar el valor de los productos o servicios de los emprendedores que se encuentran unidos bajo una forma asociativa de la economía social. En la actualidad existe un gran número de agrupamientos de la economía social que ya cuentan con marcas colectivas otorgadas por el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial (INPI).
Por otra parte, esta ley es un ejemplo desde el punto de vista estrictamente jurídico, tanto por su forma como por su contenido. No se encuentra en el derecho comparado una norma jurídica exclusivamente destinada a regular tan pormenorizadamente los derechos y obligaciones de los agrupamientos sociales en esta materia.
Finalmente, la “marca colectiva” es un ejemplo de institución destinada a los sectores más vulnerables, enmarcándose en la tendencia política nacional impulsada por el kirchnerismo desde el 2003 en lo que hace a la regulación de los derechos sociales, derechos humanos, acceso a la educación, protección de los pueblos originarios y la mejora de la calidad de vida de las mayorías.
Existen miles de agrupamientos de emprendedores y micro empresarios rurales o urbanos, comerciantes o industriales, que contribuyen diariamente al desarrollo de la Argentina como Nación. Por eso el reconocimiento de una marca para la distinción de sus productos o servicios no podía esperar. La Ley 26.355, sancionada en el año 2008, y promovida la Ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, surgió justamente para fomentar el desarrollo de esos innumerables actores anónimos de la economía social y, en consecuencia, representa el primero de los derechos de propiedad intelectual destinados a fortalecer no sólo a su propietario sino además -y principalmente- a toda la sociedad.
A partir del vertiginoso avance de la tecnología, las personas pueden contactarse entre sí a pesar de las distancias, y hacer negocios a menor costo en relación a sus emprendimientos. Este avance posibilita la inclusión social de comunidades aisladas y, en algunos casos, marginales, que suelen ser grandes productoras de creatividad, innovación e ingenio, muchas veces de con origen ancestral. Así es que emergen las “marcas colectivas”, que permiten distinguir la extensa producción de esas comunidades. Su función es, entonces, diferenciar los productos y servicios de los infinitos actores de la economía social en un mercado globalizado, en el que los productos o servicios son similares -e incluso idénticos-, y atraer al público consumidor a favor de los unos o de los otros. Sena sostiene, de manera acertada, que la función de toda ley de marcas es defender al que crea, proteger al que elige y combatir al que copia. Consideramos que la Ley 26.355 cumple con creces con estos tres requisitos.
La experiencia demuestra que los actores de la economía social suelen ser pequeños emprendedores muy limitados a su ámbito geográfico en relación al mercado. Sus productos o servicios difícilmente podrían llegar por sí solos más allá de los límites de su territorio. A su vez, para estas comunidades, posicionar sus marcas en un mercado globalizado requiere de un esfuerzo monumental. Por eso, aún cuando sus productos o servicios suelen ser de muy alta calidad -las artesanías, alimentos orgánicos, vinos o artículos textiles-, no se comercializan en otros mercados y su prestigio suele ser aprovechada por terceros que cuentan con la capacidad económica de producirlos a mayor escala y comercializarlos a mejores precios. Este aumento de valor, generado por la “buena fama” del producto, no es ni más ni menos que el principal efecto económico de una “marca colectiva”. Su principal derivación social será, a su vez, permitir al consumidor que conozca (y reconozca) al agrupamiento titular de la marcas. Y es acá donde la “marca colectiva” cobra toda su importancia para proteger, diferenciar y aumentar el valor de los productos o servicios de los emprendedores que se encuentran unidos bajo una forma asociativa de la economía social. En la actualidad existe un gran número de agrupamientos de la economía social que ya cuentan con marcas colectivas otorgadas por el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial (INPI).
Por otra parte, esta ley es un ejemplo desde el punto de vista estrictamente jurídico, tanto por su forma como por su contenido. No se encuentra en el derecho comparado una norma jurídica exclusivamente destinada a regular tan pormenorizadamente los derechos y obligaciones de los agrupamientos sociales en esta materia.
Finalmente, la “marca colectiva” es un ejemplo de institución destinada a los sectores más vulnerables, enmarcándose en la tendencia política nacional impulsada por el kirchnerismo desde el 2003 en lo que hace a la regulación de los derechos sociales, derechos humanos, acceso a la educación, protección de los pueblos originarios y la mejora de la calidad de vida de las mayorías.
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